Villafeliche

Villafeliche

(Texto parcialmente reproducido de la obra Cultura popular de la Comunidad de Calatayud, escrita por José Ángel Urzay Barrios, y publicada en Calatayud por el Centro de Estudios Bilbilitanos y la Comarca Comunidad de Calatayud, en 2006.)

El castillo, de piedras y tapial, bastante arruinado, domina ampliamente el caserío de Villafeliche, que se agrupa en torno a su estrecha Calle Mayor, y se curva hasta llegar al barrio de Triana, adaptándose al contorno del cerro. Decían de esta calle, por la estrechez para el tránsito de carros:

Calle de las herrerías,

calle de los tropezones,

donde se rompen las jarras

y también los botijones.

Hacia la vega salen varias callejuelas, mientras que otras suben hacia el castillo. Por debajo del pueblo pasa la Acequia de la Villa.

Hay en la calle mayor varias casas nobiliarias con escudos en sus fachadas, destacando entre todas ellas las Casas de las Señoritas. Históricamente Villafeliche fue durante siglos un lugar de feudo y señorío, perteneciente a los Azagra, más tarde marqueses de Camarasa. Las últimas propietarias fueron mujeres y de ahí viene el nombre de Las Señoritas. Una fachada en la calle de San Antón, junto a la iglesia, muestra un interesante escudo de un familiar de la Inquisición, uno de los pocos de la comarca, nada extraño en un pueblo que estuvo poblado por moriscos, siempre sospechosos. En 1610 fueron expulsadas unas trescientas familias de moriscos.

En la plaza de la iglesia están el ayuntamiento y la espléndida iglesia de San Miguel, de ladrillo y tapial, construida a finales del XVII, aunque la torre mudéjar es anterior. Es un templo de tres naves cubiertas con bóvedas de lunetos y crucero con cúpula sobre pechinas y una linterna. Guarda en su interior interesantes tallas y capillas, entre las que destacamos la de San Ignacio Delgado, por la devoción que sus paisanos le profesan.

Recientemente se ubicó en la plaza mayor, el antiguo Campo del Toro, el monumento a los polvoristas, obra del escultor bilbilitano Luis Moreno Cutando. En esta plaza antes estaban la lonja y el calabozo.

La casa donde nación San Ignacio Delgado, totalmente renovada, sólo se reconoce por un cuadro del santo en la fachada. San Ignacio Clemente Delgado Cebrián nació en Villafeliche en 1762. Profesó en los dominicos de Calatayud y marchó como misionero al Extremo Oriente. Obispo de Tonkin, fue martirizado en 1838 con la tortura de la caja annamita, pequeña caja de bambú donde fue encerrado hasta morir. Beatificado en 1900, fue canonizado en 1988. Se celebra misa en honor a San Ignacio Delgado el día 22 de noviembre, fecha de su nacimiento, y el 12 de julio, de su muerte. San Ignacio es un santo muy querido en su pueblo natal, tanto que casi todos tienen una imagen suya en sus casas. En la basílica del Pilar de Zaragoza, también está presente.

En la calle Mayor, la capilla de la Virgen de los Desamparados, habilitada en los bajos de una vivienda particular, atesora una preciosa imagen de la Virgen, probablemente del antiguo hospital. Es celosamente guardada por todos los vecinos del barrio de forma rotatoria. Cerca de la casa del santo, haciendo chaflán, nos sorprende una tabla pintada de un Ecce Homo, resguardada del exterior por una ventana acristalada.

La joya de Villafeliche, desconocida para muchos, es el Calvario, que tiene la particularidad de haber servido de cementerio a varias familias de la localidad hasta bien entrado el siglo pasado. El camino zigzagueante que lleva hasta la capilla mayor está jalonado por numerosas capillas privadas, bastantes en ruinas, otras rehabilitadas por sus propietarios. Conforme se asciende hasta la capilla mayor, que en otros tiempos llegó a contar con santero, la vista se amplía y vemos desde arriba gran parte de la vega del Jiloca, el estrechamiento del río hacia Murero, la iglesia y las casas del pueblo. Lirios, aliagas, tomillos, elegantes fritilarias, resedas, hierbas de las siete sangrías, alhelíes tristes, lechetiernas y frágiles coronillas lo cubren todo en las primaveras lluviosas.

Villafeliche conserva dos ermitas. La ermita de San Roque, a la salida del pueblo hacia los molinos, es un edificio de tapial del siglo XVII, con planta de cruz griega y ábsides poligolanes de tres lados. Las naves están cubiertas por bóvedas de lunetos; el crucero, con cúpula sobre pechinas.

La pequeña ermita de San Antón es el punto de arranque de la subida al Calvario.

Se hundió parcialmente hace unos años la ermita de San Marcos, el patrono del pueblo, una auténtica desgracia, porque era una de las mejores de la comarca. Era un templo de tapial del XVII, de planta de cruz griega, con tres brazos terminados en ábsides circulares, con el crucero cubierto por una cúpula de pechinas rematada en linterna. Junto a ella hubo una nevera. En la Cuesta de San Marcos se conservan, ya inútiles, los viejos lagares. El viajero atento podrá observar todavía en alguna pared los huecos donde se apoyaban los palos que sujetaban los cuévanos conteniendo uva recién cortada para pesarla.

Desapareció la ermita de San Valero, en el cerro de su nombre, y sólo queda la base de la ermita de San Miguel, en La Dehesa.

En la margen izquierda del Jiloca se ve la inconfundible silueta de una estatua del Corazón de Jesús, con la inscripción Adveniam Regnum Tuum. El curioso puede subir hasta ella por una senda y contemplar una agradable vista.

El peirón de la Virgen del Carmen, en la entrada, ha sido reconvertido en un monumento con fuente adosada. El peirón de la Virgen del Pilar, en el viejo camino a Daroca, es de ladrillo, tiene la hornacina vacía y conserva una ilegible inscripción piadosa sobre una placa de alabastro. Desapareció hace años el peirón de las Almas.

La estrecha vega, ahora cubierta de árboles frutales, cultivó en otros tiempos cereal, judías, legumbres, remolacha y cáñamo. Gran parte de la vega era propiedad de las herederas del Marquesado de Camarasa. Era muy apreciada en los mercados la pera de Roma de Villafeliche. Los árboles no se podaban y cada uno de ellos podía producir cuatrocientos kilos o más, nos aseguran. Se criaban en los ribazos, raramente había plantaciones. Los hombres las cogían con escaleras de 24 o 30 palos, o subidos a las ramas, con camisones. Las guardaban hasta mayo en los graneros, agrupadas en montones. Periódicamente las mujeres las revisaban para quitar las estropeadas e ir cogiendo las más maduras. Los fruteros les compraban la pera, que se cargaba en canastos y cestos para llevarla en tren a Valencia. Algunas familias del pueblo tenían almacenes en El Grao. La pera de Roma de Villafeliche iba hasta París, y no es un juego de palabras.

El paraje de los molinos de pólvora en Las Espartinas es espectacular. Encima de la primera mina del tren está la Peña de San Pedro y cerca, El Picacho del Aguilar. Debajo se extiende una mancha de zumaque que alcanza su mayor cromatismo en otoño. De momento ha sido rehabilitado un molino, que permite comprender in situ el proceso de fabricación de la pólvora. El funcionamiento de estos artefactos, dispuestos en hilera junto a la acequia, es muy sencillo, similar al de los batanes. El movimiento partía de una rueda de eje horizontal con ocho palas, impulsada por agua de la acequia, que transmitía el giro a un largo eje de madera, con un grupo de levas para cada mazo, que caían sobre la pasta contenida en los morteros de piedra caliza.

La fabricación de la pólvora ha sido la actividad tradicional de la localidad. Llegaron a funcionar cerca de doscientos molinos de propiedad particular, que formaban las Reales Fábricas de Pólvora de Villafeliche. Desde aquí se llevó la pólvora para la defensa de Zaragoza ante los franceses en el segundo sitio. El ayuntamiento guarda con orgullo un certificado de la gesta. La producción cesó a mediados del XIX, pero de nuevo resurgió con fuerza. Hasta la guerra civil, la riqueza básica de Villafeliche era aún la fabricación de pólvora. Arde mejor que la pólvora de Villafeliche, se oye aún por la comarca. Gran parte del pueblo trabajaba entonces para la Unión Española de Explosivos, que se había hecho cargo del complejo polvorero. Cuando construyeron el ferrocarril, fue necesario inutilizar bastantes molinos y construir además dos muros para la protección del tren a su paso por el paraje. Después de la guerra, la empresa cerró y unos pocos siguieron fabricando pólvora particularmente hasta los años 40. Incluso continúo un molino en el paraje de Los Hornos, con luz eléctrica hasta los años 80.

En el puente del río había instalada una garita para controlar el acceso a los molinos. Sólo se permitía pasar a los empleados y a los propietarios de las fincas. Se les registraba y se les incautaban mecheros, cerillas, tabaco, todo aquello que pudiera causar una explosión. En el puente estaban ya los primeros molinos. La pólvora era almacenada en un depósito de La Rambla, donde trabajaban hombres y mujeres para empaquetarla. Durante la guerra civil cayeron varias bombas en Villafeliche, pero no afectaron ni a los molinos ni al almacén de pólvora.

La pólvora está formada por un 75% de salitre, que se trajo durante años de Épila, un 15% de azufre, de Villel (Teruel), y un 10% de carbón vegetal. Los componentes variaban según se tratase de pólvora para caza o para mina. Para la caza se utilizaba carbón de cañamiza, y para la mina, de sarmientos. También para la caza se empleaba nitrato potásico y para la mina, nitrato de Chile, según nos cuentan. En un anuncio de la Unión Española, la composición indicada es: nitrato de sosa, 75%; carbón vegetal, 15%; azufre, 10%.

Los molinos estaban situados en la acequia del Molinar. Algunas veces faltaba agua en verano y no podían trabajar. Echaban la mezcla de los tres componentes en los dos morteros de cada molino, en total unos 300 kilos, que llamaban la picada. Cada molino tenía un encargado de mover la pasta y echarle periódicamente agua, darle la vuelta a la mezcla con un palo y un plato de cobre, único metal que no produce chispas. Los mazos golpeaban la mezcla las veinticuatro horas durante diez días seguidos para la pólvora de mina y durante quince días o más para la pólvora de caza. Es decir, cada picada era golpeada sin cesar, durante este tiempo con los únicos intervalos que se producían cuando el encargado la removía. Si todos los molinos funcionaban a la vez, se producía un sonido muy característico que se oía desde el camino. Se decía que a veces chillaban, cuando algún eje no estaba bien engrasado. Del molino salía una pasta que secaban al sol en unas lonas y a la que daban vuelta con rastrillos. Una vez seca, la pólvora de mina se cribaba con pequeñas bolas de barro cocido, de forma que salía ya en forma de grano. Finalmente se mezclaba en un tonel con un poco de parafina, para darle brillo, operación que se llamaba pavoneo. La pólvora de caza se echaba directamente al tonel. Era llevada en talegas desde los molinos con burros hasta el almacén, situado en el barranco de La Rambla; a la vuelta traían a los molinos la carga de picada.

La pólvora era transportada en carros a todos los lugares de España por arrieros de Villafeliche que se dedicaron casi en exclusiva a este oficio hasta la guerra civil. Entonces prácticamente no había camiones y el transporte en tren estaba prohibido por las chispas, que podían provocar una explosión. Los arrieros trabajaban a porte, es decir, cobraban por kilo transportado. Llevaban la pólvora en cajones de 30 kilos, 25 de pólvora y 5 de madera, fabricados por carpinteros de Villafeliche. No existía riesgo de explosión ya que la pólvora sólo explota al contacto con un fulminante. Cada carro llevaba una carga máxima de 2.500 kilos y era tirado por cuatro caballerías. Además llevaban un burro de apoyo. Solían ir dos carros a la vez para ayudarse, sobre todo en las cuestas y en los puertos, donde era necesario a veces colocar las ocho caballerías para subirlos, operación a la que llamaban doblar. Las mejores caballerías eran los romos, hijos de caballo y burra. Recuerdan que antiguamente transportaban también la pólvora con carros arrastrados por bueyes.

A la vuelta de sus viajes cargaban todo lo que podían. En Linares cogían plomo en polvo, que luego utilizarían los alfareros del pueblo en sus cerámicas. De Vigo traían bacalao; de Valencia naranjas, y así de todos los sitios. Estaban todo el año trajinando.

Cada jornada recorrían entre 40 y 50 kilómetros. Podían llegar a Valencia en cinco días. Conocían perfectamente las ventas y posadas donde debían pernoctar, algunos eran capaces de recordar todos sus nombres desde Villafeliche hasta Galicia. Se sabían perfectamente todos los caminos. Cuando retornaban, iban inmediatamente al gerente de la compañía para ver si había algún pedido y así comenzar otro viaje. Cuidaban mucho sus carros de dos ruedas, que llevaban siempre perfectamente engrasados con el trespiés. Eran carros provistos de llantas de hierro y frenos. Los arrieros estaban autorizados a llevar pistola y navaja, por los peligros de los caminos en aquellos años. Desaparecieron los transportistas de pólvora y ya no hubo continuidad en la tradición del transporte de mercancías en Villafeliche. Terminado el ciclo de la pólvora, la gente emigró de forma masiva a sitios tan dispares y alejados como Argentina, Francia, Zaragoza y otras capitales españolas.

También fue muy notable en Villafeliche la producción de cerámica. Su fabricación decayó hasta que sólo quedaron alfarerías dedicadas a la ollería y la cantarería. En la última época antes de la despoblación llegó a contar con más de diez alfareros. Los alfares estaban a la entrada del pueblo y en la zona de Los Portillos. Se conserva íntegra la alfarería donde trabajaba José Martínez Villarmín, el Tío Puchericos. Fabricaban cacharros sin esmaltar, es decir, piezas de cantarería como botijos, que llamaban chiflos, jarras cantarinas, a modo de rallos, cántaros y tinajas, así como piezas de ollería esmaltadas de color marrón y verdoso, terrizos, pucheros y cazuelas de todos tamaños. También trabajaban en sus tornos jarras de vino, palmatorias y múltiples cacharros.

En la actualidad mantiene la tradición únicamente Manuel Gil Gil, el último alfarero de Villafeliche, que alterna la alfarería tradicional con la creativa y artística. Su obrador es un verdadero museo de alfarería y un taller para todo aquel que desea conocer este bello oficio, del que solía decir con gusto el tío Puchericos:

Oficio noble y bizarro,

entre todos el primero,

pues en el arte del barro,

Dios fue el primer alfarero

y el hombre, el primer cacharro.

La tierra era extraída de una cantera situada junto a la Fuente Nueva. Los barnices eran traídos desde Linares en pequeños serillos. El dibujo distintivo de la alfarería de Villafeliche son los siete puntos amarillos inconfundibles: uno central y seis alrededor.

Villafeliche fue antes de la guerra el pueblo más próspero de la ribera gracias a la pólvora. Como prueba de ello, nos relatan que hubo tres cafés, cuatro cantinas, un casino, cuatro carpinteros, tres barberos, tres herreros, tres tiendas, dos confiteros, dos posadas y dos ventas en la entrada del pueblo: la Venta de Don Miguel y la Venta del Tío Franco. La farmacia de Villafeliche abastecía a Fuentes, Atea, Murero y Montón. El pueblo contaba con frontón y trinquete. Había cuartel de la guardia civil y carabineros. Hubo cuatro yeseros, fábrica de adobes, de tejas y de mantas.

Hubo también molino de harina, piensos y de electricidad, cuyo edificio todavía se conserva. Se llamaba La Modesta y daba luz a Mara, Langa, Miedes, Ruesca, Orera y Villafeliche.

En Villafeliche siempre ha existido gran afición a la música. Durante muchos años hubo banda de música privada, formada por Florentín Gimeno, capataz de la vía. Llegó hasta los años cincuenta, reconvertida ya en pequeña orquesta. En sus buenos tiempos contaba con treinta miembros, que se partían en dos grupos para ir a los pueblos. Vestían uniforme azul.

Era muy conocido Bonifacio Langa, el Ciego de la Villa o el Ciego de Villafeliche, que sabía tocar varios instrumentos de cuerda, a quien acompañaba alguno de sus hijos en sus idas y venidas por los pueblos de la comarca. Quedó ciego por un accidente y supo ganarse la vida con la música. Pedro Mingote, El tío Peluchín, tocaba la guitarra y el clarinete. José Martínez Villarmín que, además de alfarero, tocaba el clarinete, acompañaba a veces a Bonifacio o a otros músicos. Unas coplas recuerdan a estos músicos:

José El Puchericos

toca el clarinete

y al Royo le dicen

ya van diecisiete.

El Esquilador

toca la trompeta

y al Royo le dicen

vigila la puerta.

En Villafeliche nació el banderillero Florentino Ruiz El Tino, contemporáneo de Nicanor Villalta. Este y otros toreros venían frecuentemente a Villafeliche, invitados por El Tino. En cierta ocasión, llevaron a cazar a Nicanor Villalta y prepararon un conejo muerto con un cigarro en la boca, al que disparó el maestro, entre el regocijo de los bromistas.

Villafeliche es un buen ejemplo de la transformación de los festejos populares en actividades lúdicas más adaptadas al nuevo ciclo anual, aunque conservando en la medida de lo posible parte de las viejas tradiciones. Cuando se complete la restauración de sus molinos de pólvora y se rehabilite convenientemente el calvario, Villafeliche podrá ufanarse de mostrar unos enclaves únicos en nuestro país.